Africa, el continente salvaje
Mariano
D´Alessandro
- Experto Aventurarse
Según
los últimos estudios, el hombre empezó a
ser hombre en Africa, hace miles y miles de años.
Hoy Africa es una de las grandes reservas de naturaleza
salvaje del planeta. Eso la convierte también en
la meca de las fantasías de los amantes de la aventura.
Luego de toneladas de planificaciones, un container de
recomendaciones y cientos de precauciones que terminaron
resultando innecesarias, partí hacia Sudáfrica.
Por fin viajaba solo hacia el continente de mis sueños.
Ya en el aeropuerto de
Ciudad del Cabo experimenté el primer choque con
el inglés sudafricano. En apenas dos días
me hice un panorama de la ciudad. Ni bien llegué
me instalé en un albergue para mochileros y salí
a recorrer el centro.
Después de un breve
paseo, me sumé a un tour y dejé la ciudad.
Apenas unos minutos después de salir de Ciudad
del Cabo me encontré en un impresionante camino
de cornisa, atrapado entre las sierras y el océano.
Sobre las playas de arena blanca se lucían unas
impresionantes construcciones de estilo victoriano, ya
que Sudáfrica funcionó durante siglos de
colonización como la perla de la corona británica.
El increíble mar azul de estas playas es famoso
por sus condiciones para la navegación, el windsurf
y el surf, que lo convierten en una meca para surfistas
de todo el mundo.
Enseguida llegó el plato fuerte: la increíble
fauna de Africa. En el Boulders Coastal Park, de False
Bay, tuve el primer encuentro con animales cuando me vi
en medio de una reserva de pingüinos. Un rato más
tarde, en Hout Bay, me encontré en un criadero
de avestruces. Y apenas unos minutos después, en
Simon´s Town, conocí a los "baboons"
o papiones, unos monos muy confianzudos y agresivos que
estaban instalados en medio de la ruta. Se debe tomar
muchas precauciones con respecto a ellos, ya que para
buscar su sustento no vacilan en entrar a casas y autos,
y pueden causar serias lesiones. Todo esto me parecía
muy divertido hasta que vi a un "baboon" sobre
el techo de un auto, tratando de meter la mano por la
ventanilla; justo en ese momento cerré la mía
porque se me acercaba otro, al parecer con las mismas
intenciones.
Por
la tarde visité el histórico Cabo de Buena
Esperanza, que orientaba a marineros ingleses, portugueses
y holandeses en sus viajes de colonización, ya
que en ese punto se unen el Océano Atlántico
con el Indico. Lo que primero fue un asentamiento utilizado
por los marineros para reaprovisionarse, se fue convirtiendo
de a poco en una colonia. Allí me enteré
de que Sir Francis Drake llamó a esta península
"el cabo lejano", mientras que los marineros
portugueses le decían "el cabo de las tormentas",
"la posada de los mares" o simplemente "el
cabo". El lugar geográfico donde se unen los
dos océanos, vigilado por el faro del Cabo Buena
Esperanza, pone la piel de gallina.
De regreso a Ciudad del
Cabo pasamos por V&A Waterfront, un complejo lleno
de pubs y bares donde se encuentra gente joven de todo
el mundo. Al día siguiente, luego de un reparador
desayuno inglés con panceta y huevos fritos, subí
en cablecarril a la Montaña de la Mesa (Table Mountain).
Esta es una meseta plana y natural de más de mil
metros sobre el nivel del mar, desde la que se puede observar
toda la ciudad, el puerto y un paisaje espectacular.
Era tiempo de despedirse
de Ciudad del Cabo para adentrarse en el Africa profunda.
Volé hasta Jo´burg -como llaman en Sudáfrica
a Johannesburgo- con la poco alentadora información
de que la capital a la que estaba llegando está
considera como la más peligrosa del planeta. Resolví
que me quedaría sólo una noche. Lo anterior
había sido sólo una introducción:
al día siguiente comenzaría la aventura
real, en un overlanding (recorrido en camión) por
Zambia, Botswana y Zimbabwe.
Al corazón de
Africa
Me
levanté bien temprano, desesperado por empezar
el viaje. Durante el desayuno conocí al resto del
grupo, formado por dos guías sudafricanos, una
pareja de australianos, una chica inglesa y una escocesa.
Luego de desayunar y presentarnos, cargamos el camión
y partimos a las 6.30 de la mañana. Viajamos durante
todo el día y llegamos ya de noche a Messina, la
localidad de frontera entre Sudáfrica y Zimbabwe.
Esa primera noche acampamos en la zona de Masvingo, y
cometí un gran error: dormir fuera de la carpa.
Entre las semillas del tamaño de una nuez que caían
de los árboles, los monitos que parecían
sufrir insomnio arriba de los árboles, los mosquitos,
el calor y los millones de ruidos a los cuales no estaba
habituado, no conseguí dormir casi nada.
En la mañana temprano encontramos el campamento
invadido por los simpáticos monitos que no me habían
dejado dormir, llamados "vervets", que se perseguían
con alaridos guerreros de rama en rama. Nos explicaron
que estaban protegiendo sus territorios y sus conquistas
femeninas. Daban unos saltos increíbles, de más
de dos metros de distancia.
Esa
mañana hicimos un corto trekking para conocer las
Grandes Ruinas de Zimbabwe, originarias de la era pre-cristiana.
Se trata de las ruinas más antiguas de Africa,
después de las pirámides y demás
construcciones egipcias. Este museo natural está
formado por las ruinas de una ciudad de origen bantú,
que tuvo gran esplendor hasta el siglo XV gracias al oro
que abundaba en la región. La ciudad funcionó
como capital religiosa y política, y no tuvo influencias
externas de otras civilizaciones.
Volvimos a subir al camión y partimos hacia las
montañas de Nyanga. Los paisajes ya eran muy diferentes.
Asombrados, vimos las famosas formaciones rocosas llamadas
"kopjes"; aunque están aisladas unas
de otras, todas tienen mucha vegetación y una gran
piedra en la cima; resulta increíble que hayan
sido creadas por la naturaleza.
Atravesábamos una
zona muy pobre, de pueblos compuestos por chozas cónicas
con techos de paja. La economía de la región
parece girar alrededor de los chivos y de unas vacas de
cuernos muy grandes. Me sorprendió ver a las mujeres
que transportaban pesadas cargas sobre sus cabezas, desafiando
las leyes del equilibrio.
Empieza
la aventura
En
Nyanga alcanzamos los dos mil metros sobre el nivel del
mar con un clima muy húmedo y lluvioso, correspondiente
al bosque subtropical. Como el tiempo era muy inestable,
dormimos en cabañas. Muy cerca del campamento,
a dos kilómetros por un camino de tierra muy colorada,
se encuentran las cascadas más altas de Zimbabwe:
Mtororo Falls y Mterazi Falls de 760 metros de caída
en un valle verde espectacular, llamado Honde Valley.
Durante la tarde mi amiga escocesa, Sandra, decidió
hacer un rapel de 70 metros en el valle. Casualmente,
las nubes estaban bajísimas. La pobre Sandra se
aterrorizó, mientras yo le daba ánimos preguntándole
si había planificado ya en su herencia y le sacaba
fotos.
Antes del crepúsculo
conocimos otros simpáticos monitos llamados "samangos",
dueños y señores del lugar. Como estaba
tan húmedo, dejamos las toallas afuera para intentar
secarlas. ¡Sorpresa! el simpático monito
eligió la mía para su higiene personal y
se la llevó. Mis compañeros de viaje tuvieron
motivo de risa por varios días.
Al día siguiente
partimos hacia Mashonaland. Como era un viaje largo aprovechamos
para hacer escala y almorzar en Harare, la capital de
Zimbabwe, de un millón de habitantes. Salir y entrar
al centro es cuestión de minutos. La gente es muy
amistosa, aunque me sentía extraño y observado;
no hay manera de pasar desapercibido siendo blanco en
un país de gente de color.
Ya
en Mashonaland nos levantamos muy temprano, antes de que
amaneciera, para hacer un trekking que permitiera observar
la fauna del lugar. La caminata fue tomando color poco
a poco, subiendo y bajando senderos. Encontramos impalas,
más monos y una espina de puercoespín que,
según los guías locales, pueden producir
la muerte de un león. Seguimos subiendo por los
kopjes. Entre las grietas, cuevas y pasadizos formados
por esas gigantescas rocas apiladas, encontramos lo increíble:
pinturas rupestres de miles de años de antigüedad,
y restos de hornos de barro con los que se fundían
y preparaban las puntas de lanzas y flechas y restos de
vasijas de una vida precaria.
Después de semejante
asombro partimos hacia el Lago Kariba, un enorme espejo
de agua que funciona como límite natural entre
Zimbabwe y Zambia. Yo viajaba en un estado de somnolencia
bastante profundo cuando me desperté violentamente
a causa de los gritos de Sandra. Había visto un
elefante que almorzando en la banquina de la ruta.
Armamos el campamento y
luego de almorzar navegamos en el lago. Desde allí
vimos uno de los atardeceres más increíbles
de nuestras vidas, acompañados por hipopótamos,
elefantes y cocodrilos. Además del color que tiñe
los atardeceres de Africa, los animales comienzan a convocarse
y agruparse. Emiten un sonido bastante inquietante para
quien no está acostumbrado. Uno se siente un privilegiado
espía en un territorio ajeno.
Un susto de película
Muy temprano en la mañana, partimos hacia Zambia
para cruzar la frontera, aplastados por el intenso calor.
Cada vez se notaba más que nos adentrábamos
en el África negra y real. Zambia es mucho más
pobre que su vecino Zimbabwe; esto se ve en cada pueblo,
en cada construcción de barro y paja, en los caminos
-de tierra y tosca en su mayoría-, y en la gente
que anda por la calle. Definitivamente nuestro camión
llamaba la atención, ya que mucha gente paraba
a saludarnos. En Zambia conocimos el fabuloso río
Zambezi, que desemboca en las Victoria Falls, las cataratas
más impactantes de Africa.
Unos
días después, volvimos a cruzar una frontera
para llegar al Parque Nacional Chobe, en Botswana, donde
vimos bien de cerca leones, impalas, más baboons,
buitres, jirafas, antílopes y hasta un elefante
que nos obligó a retroceder con el 4x4, porque
se acercaba con intenciones no muy amistosas. De vuelta
en Zimbabwe, y alrededor de las siete, salimos a cenar
a un restaurante de cocina africana muy tradicional, donde
probamos hasta platos a base de cocodrilo y avestruz.
Al día siguiente
tuve un momento de verdadera adrenalina cuando volvía
de las Victoria Falls. Fue aún más fuerte
que los saltos de bungee que había visto.
Varios vendedores de artesanías se me habían
acercado para ofrecerme diferentes esculturas talladas
en piedra y en madera, que les lleva realmente mucho tiempo
de trabajo. Me ofrecieron un lindísimo yami yami,
dios del río Zambezi, pero como ya había
comprado varias les agradecí; me ofrecieron un
hipopótamo tallado en madera, muy lindo, y les
agradecí mucho; me ofrecieron un rinoceronte y
realmente les agradecí calurosamente. Al final
los tenaces artesanos me ofrecieron un elefante, y ya
un poco cansado de la rutina les dije que no, gracias.
Volvieron a insistir con el elefante y me señalaron
la ruta.
¡Para qué!
El elefante era de carne y hueso y venía desde
la selva, barritando y con las orejas en movimiento en
señal de hostilidad, que lo hacía parecer
aún más grande. Todo el mundo comenzó
a correr, los autos salían disparando, los artesanos
se escapaban con artesanías y todo. En medio del
pánico, yo pensé que lo mejor sería
seguir en silencio y silbando bajito, para pasar desapercibido.
Error: el elefante me detectó, ya que era el que
estaba más cerca. En el medio de la ruta comenzó
a perseguirme, y para mi espanto también a barritar.
Al principio caminaba, pero enseguida se molestó
un poco más, como si yo fuera un pigmeo irrespetuoso
que desafiaba sus embates, y se puso a correr. Yo lo veía
cada vez cerca y más imponente, y no lo dudé:
¡A batir el récord de los cien metros llanos!
Después de asustarme, el chistoso paquidermo cambió
de dirección y posó coquetamente para mi
foto, que tuve que mostrarle a mis amigos para que me
creyeran la historia.
Después
de semejante derroche de adrenalina, partimos hacia el
Parque Nacional Hwange, que me resultó el parque
natural más impactante que hubiera visto, con infinidad
de animales y muy pocos vehículos. Comenzamos visitando
un criadero de cocodrilos. Desde la 4x4 vimos impalas,
leones, leopardos, ñus, cebras y jirafas. Para
mi alegría, nos informaron que había más
de treinta mil elefantes, por suerte todos muy agradables
y pacíficos. El broche de oro de la experiencia
vino a la noche: permanecimos en el parque hasta que oscureció
e hicimos un avistaje nocturno de fauna, a la luz de las
estrellas.
Al día siguiente
comencé el largo regreso, que me llevó desde
Hwange a Victoria Falls, desde allí a Johannesburgo
y finalmente a cruzar el océano hasta Buenos Aires.
Atrás quedó la experiencia de un viaje imposible
de olvidar.